Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
JL Borges
Por: Silvio Sirias Duarte. Managua.
Ser indecente no ha sido fácil, escuchó el oído de Celedonio. Lo decían en la radio y él creía lo que repetía la radio. Se levantó del taburete y anotó la frase en una libreta para que no se le olvidara. Luego puso su cabeza en la almohada y empezó a recordar. Recorrió parte de su vida de niño. En su imaginación recorría los corredores y las aceras de su pueblo antiguo y lleno de historias. Su mente subía y bajaba gradas. Celedonio se fue como en un túnel que emanaba imágenes en blanco y negro, imágenes de su niñez. Volaba y su cuerpo chocaba en las paredes de aquel conducto de recuerdos.
El quería ver las imágenes a colores, pero se le hacía imposible. De pronto vio su robusto cuerpo de apenas seis años siendo devorado por unas manos callosas que le provocaban asco. Celedonio creció con una cara repugnante. Creció en silencio. Le temblaba el cuerpo cuando recordaba aquellas manos callosas Le tenía miedo a la oscuridad y quería estar solo. Le caía mal todo mundo. A cada persona le encontraba un defecto. Renegaba en silencio haber nacido. Les hacía maldades a sus hermanos. No estaba conforme con las doscientas cincuentas libras que cargaba diario debajo de su cabeza. Le parecían ridículos los triunfos de las demás personas. Era más amargo que la cáscara de una naranja agria.
Celedonio creció con su cuerpo contaminado de energías negativas. Su mente no avanzaba y su organismo se embutía en una lata de sardina. Se presentaba ante los demás con un aspecto áspero, pero era débil. Sentía que era arrogante pero no lograba ser capaz de reconocerlo. Intentaba cambiar, pero se creía muy indecente para el cambio.
Su madre nunca comprendió por qué renegaba tanto. Ella trató de acercarse a él, pero no aceptaba consejos. Se sentía de otro planeta, de mala reputación. Las señoronas de su natal San Lorenzo, murmuraban que Celedonio necesitaba la ayuda del cura del pueblo. Ni el cura, ni el doctor, pudo salvar a Celedonio de su tristeza. Su madre lo protegió hasta el final de sus días.
Ser indecente no ha sido fácil, lee la lápida blanca que lo identifica en la ciudad del silencio. Se fue de este mundo sin darse la oportunidad de construir su identidad. Dejó ir muchos placeres. Su aura nunca brillo y su cuerpo no le encontró el sabor al agua del mar. Nunca se detuvo a observar el sol. No saboreo la solidaridad. No compartió la mesa con otras personas. Se le olvidó el cantar de los pájaros y dejó de ver caer la lluvia. Se derribó en e l túnel de la muerte y se le olvidó que existía uno verde.
Celedonio se fue de este mundo y nuca dejó de sentir aquellas manos callosas que un día lo abusaron.
El quería ver las imágenes a colores, pero se le hacía imposible. De pronto vio su robusto cuerpo de apenas seis años siendo devorado por unas manos callosas que le provocaban asco. Celedonio creció con una cara repugnante. Creció en silencio. Le temblaba el cuerpo cuando recordaba aquellas manos callosas Le tenía miedo a la oscuridad y quería estar solo. Le caía mal todo mundo. A cada persona le encontraba un defecto. Renegaba en silencio haber nacido. Les hacía maldades a sus hermanos. No estaba conforme con las doscientas cincuentas libras que cargaba diario debajo de su cabeza. Le parecían ridículos los triunfos de las demás personas. Era más amargo que la cáscara de una naranja agria.
Celedonio creció con su cuerpo contaminado de energías negativas. Su mente no avanzaba y su organismo se embutía en una lata de sardina. Se presentaba ante los demás con un aspecto áspero, pero era débil. Sentía que era arrogante pero no lograba ser capaz de reconocerlo. Intentaba cambiar, pero se creía muy indecente para el cambio.
Su madre nunca comprendió por qué renegaba tanto. Ella trató de acercarse a él, pero no aceptaba consejos. Se sentía de otro planeta, de mala reputación. Las señoronas de su natal San Lorenzo, murmuraban que Celedonio necesitaba la ayuda del cura del pueblo. Ni el cura, ni el doctor, pudo salvar a Celedonio de su tristeza. Su madre lo protegió hasta el final de sus días.
Ser indecente no ha sido fácil, lee la lápida blanca que lo identifica en la ciudad del silencio. Se fue de este mundo sin darse la oportunidad de construir su identidad. Dejó ir muchos placeres. Su aura nunca brillo y su cuerpo no le encontró el sabor al agua del mar. Nunca se detuvo a observar el sol. No saboreo la solidaridad. No compartió la mesa con otras personas. Se le olvidó el cantar de los pájaros y dejó de ver caer la lluvia. Se derribó en e l túnel de la muerte y se le olvidó que existía uno verde.
Celedonio se fue de este mundo y nuca dejó de sentir aquellas manos callosas que un día lo abusaron.
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